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microUrbanas

Juan Jardón Vassallo

Cuidado Con el Chicle

No sé si será verdad pero cuando era pequeño, en mi colegio siempre decían que había que tener cuidado con los chicles que te regalaban porque podían tener droga. ¿Droga? ¿En un chicle? Bueno, por si acaso, nunca cogí ninguno, pero oye que mal rato se pasa pensando que en los chicles tienes droga y eres un camello potencial.

Pasó el tiempo y el rumor cambió y se dijo que eran todos los chicles que tenían en el papel una estrellita azul. Creo que los profesores lo decían para que no comiésemos chicles en clase o algo por el estilo, y no para meternos miedo, aunque ha decir verdad sigo mirando los envoltorios para ver si encuentro un chicle con una estrellita. Y también tengo cierto miedo a que después de comerme uno, empiece a ver dragones voladores.

De momento no me ha pasado. Seguiré informando. Si alguno le ha pasado, que me diga, que es bueno saberlo, para bien o para mal.

A todos nos ha pasado

La siguiente historia es un poco larga, ya te lo aviso. La historia cuenta alguna de las millones de cosas que nos han pasado a todos cuando teníamos que llegar pronto a casa. Si tienes tiempo y optas por leerla, gracias.

CONTRARRELOJ

He de llegar a casa.
El tiempo corre en mi contra.
Mi padre siempre pone un limite
Parece que todo se opone a mi marcha.

El autobús llega más tarde, las distancias se incrementan, las cuestas son más pronunciadas y las piernas me pesan demasiado. Esta noche me he quedado un rato más hablando con mis amigos. Durante el rato que paso en el autobús, comienzo a fabricar la mejor excusa. Nunca se debe decir lo que has hecho siempre es mejor decir que ha sido por un trabajo de clase. Nada más pensarlo te vienen a la cabeza las posibles preguntas que harán: “¿De qué es el trabajo?” “¿Con quiénes estabas?”. Preguntas que siempre habrá que evitar, para que no te respondan con: “¿Te puedo ayudar?” “Pues a mengano no le conozco, ¿es un buen chaval?”.

Bajo del autobús, se abren ante mí un ramillete de posibles caminos para llegar a casa: el largo-tranquilo, el “peligrosillo” y el peligroso. Decido con una rapidez extrema y coartado por el reloj. El peligroso es el más rápido, atraviesa un parque poco alumbrado, esta lleno de borrachos y drogadictos que pasan la noche entre juerga y juerga.

A medida que me acerco al parque parece que me voy acercando a una emboscada. Poco a poco voy preparando mis oídos para detectar cualquier ruido extraño pero el corazón empieza a latir con demasiada fuerza. Los latidos interfieren en mi audición. Intento serenarme pero no debo, la aguja sigue andando. El camino del parque me lo conozco y sé que he de pasar obligatoriamente por delante de un grupo de borrachos. He de pasar mostrando seguridad, lanzando ademanes de tipo duro pero que va de retirada, a descansar a su casa. Llevo la mirada perdida, con un buen paso. No he de mirarles, saco pecho con naturalidad. Oigo risas. ¿Qué dicen? ¿Se ríen de mí? No puede ser. Tranquilo... y continúa andando. De forma milagrosa consigo pasar (quizás por mis dotes interpretativas, o porque les he dado pena).

Ya me acerco a casa sólo me quedan tres bloques para llegar a mi portal. El miedo previsible ya pasó, ahora me vienen las fantasías los recuerdos de viejas historias, hombres que salen de detrás de un portal, alguien que te sigue, pero... ¡Oh! ¿Qué oigo? ¿Son los latidos de mi cabeza que se hacen más fuertes? ¿Son mis latidos o mi zapato que tiene la suela suelta? Unos pasos me siguen. Los pasos son pesados se acercan más y más, la leyenda del hombre del saco es cierta y viene a por mí. Está bien lo prometo, esta es mi última vez, no volveré a llegar tarde. De pronto los pasos desaparecen y vuelvo a escuchar mi propio corazón. Sigo andando y de la tensión vivida me empiezan a flaquear las piernas y el reloj corre. Echo a correr. Más que correr hago un amago de que corro, la torpeza de mis piernas es notoria y me hacen caer. ¡Qué horror! Vaya caída más tonta. La carpeta ha caído al suelo la recojo... ¡Malditos perros!. No me importa que mi carpeta se haya manchado. La rodilla me duele pero ya veo la puerta, preparo la llave y entro.

Estoy en casa. Espero y espero al ascensor. Llego a mi planta y llamo al timbre. ¡Minuto y hora! Después de todo es una hora prudencial. Vuelvo a tocar el timbre. Jugueteo en la puerta con los dedos, marcando el ritmo de un precioso pasodoble. ¡Din! ¡Don!. Nada de nada. Opto por la llave, ¡qué extraño!. ¿Dónde estarán mis padres? ¿Habrán desaparecido? Siempre están en casa.

Abro la puerta y no se oye nada, todo está oscuras. Con mucho cuidado doy una vuelta a la casa. Por cada lugar que paso enciendo la luz y cierro la puerta. Acabo el registro y no hay nadie. ¡Mamá! ¡Papá! ¡He llegado! Silencio.

Llego a la nevera y leo: “Tienes la cena en el microondas. Nos hemos ido al cine, volveremos sobre las 12:30”. ¡Ah! ¡Qué bien! Pues si, ¿no?. Pues ya pase miedo, je, je. Bueno, que se le va a hacer. Nada más que... Pues eso, nada.