En la radio sonaba la Pantoja.
El café, pésimo por otra parte, ardía en mi garganta. "Cómo sabrá esto cuando mi paladar recupere el sentido..."
La jungla que nos rodeaba desvió su atención del periódico que hojeaba (u ojeaba, pues no permitía despejar esta duda) con desgana.
Les observaba con curiosidad; igual que yo lo hacía con ella.
"Se me enamora el alma, se me enamora, cada vez que te veo..."
Isabel parecía estar leyéndome el pensamiento.
El rojo llegó a ser el único color que acertaba a ver en aquel antro.
"Y eso que lleva chándal..." -me sorprendí pensando, a la vez que me descubría imaginando un futuro con ella: un ático minimalista en Madrid, una buhardilla en MontMartre y bordear el Sena al caer la noche.
Aquella chica morena de grandes ojos marrones, Lucía decidí llamarla, se levantó del taburete que ocupaba al pie de la barra. Pagó al camarero y salió por la puerta sin, ni siquiera, mirarme.
La parálisis de la decepción sólo me permitió continuar fingiendo con poca eficacia que me interesaba algo el libro que reposaba abierto entre mis dedos.
Cuando por fin me atreví a cruzar la puerta, ya había hecho cuatro o cinco tonterías como tirar el café, ya helado, por la mesa y comprar aquella odiosa cinta de la Pantoja.
Me acerqué al coche y allí estaba aquel policía mirando el interior de mi Corsa.
"Abra el coche, por favor".
Accedí con nerviosismo.
"Saque esos cd´s".
Hice lo que me pedía.
"Son piratas, ¿eh? Le va a caer una buena multa" -dijo con aire triunfal, mientras sonreía con sarcasmo, como si mi gesto demudado se debiera a su "inteligente" observación.
"Señorita, no querrá que le multe también por esto, ¿verdad?" -dijo, entre sorprendido y furioso.
Supongo que la carcajada que se me había escapado, como impelida por una fuerza contenida durante mucho tiempo, le debió de dejar perplejo.
Realmente me impresionaba muy poco aquel hombre uniformado ahora que sabía que lo que me importaba era una mujer desconocida apostada en la cafetería de una gasolinera cualquiera.
Ahora que me gustaba el color rojo.